El relato. El gobierno ha sido víctima de una operación que lo responsabilizó por supuestas liberaciones masivas de presos. Comunicadores y referentes de la oposición lograron que el gobierno tuviera su primer cacerolazo, el jueves 30 de abril, en repudio a algo que no solo no había sucedido tal como se narraba, sino que ni siquiera es competencia del poder ejecutivo.
Para ilustrar el relato se esparcieron en forma reiterada una serie de noticias falsas sobre violadores, homicidas y reincidentes múltiples que supuestamente habían sido puestos en libertad por el riesgo de que contrajeran COVID-19. Dos de los más difundidos casos fueron el del femicida que mató a su ex pareja la semana pasada, del que luego se supo que había recuperado la libertad en octubre del año pasado, y el del detenido por robo que había salido de Marcos Paz días antes, pero que en realidad había sido puesto a disposición de la justicia civil por no gozar de salud mental.
Como si fuera poco, apareció una jueza –vinculada al macrismo y con antecedentes de maltrato infantil– que dijo que más de un centenar de violadores habían recuperado la libertad. Al final del día se retractó, a pesar de lo cual se continuaron repitiendo sus dichos en diversos medios de comunicación. Luego se conoció que ella misma había liberado, a comienzos de abril, a un condenado a once años de prisión por homicidio debido al riesgo de contagio. A esta misma jueza la Corte bonaerense debió cerrarle el juzgado porque al regresar de un viaje a Italia no respetó el aislamiento y fue a trabajar con síntomas de COVID-19. El martes 5 de mayo, el gran diario argentino publicó en tapa que otro juez bonaerense denunciaba presiones del gobierno provincial para liberar presos, pero dentro del diario el texto de la nota aclaraba que esas presiones las había recibido durante el gobierno anterior. Por supuesto, la noticia que marcó la agenda del día fue la de la tapa.
Los hechos. Los efectos de la propagación de enfermedades infectocontagiosas en contextos de encierro son bien conocidos: el hacinamiento y la falta de condiciones de salubridad e higiene provocan el rápido contagio, el personal penitenciario propaga la enfermedad en el medio libre, y todo ello conlleva al colapso del sistema sanitario. Por esta razón es que en el mundo se habla de las cárceles como placas de Petri a gran escala. Esta característica, común a todas las cárceles del mundo, es mucho más problemática en América Latina, donde se combinan deficiencias de infraestructura con altos índices de encarcelamiento. Las consecuencias de ello están hoy a la vista en toda la región, pero en particular en Brasil, Colombia y Perú. Este último –al 6 de mayo y de acuerdo con información oficial– registra 645 presos contagiados y 30 muertos, así como 224 penitenciarios enfermos y 7 muertos.
Esta conocida realidad llevó a que la Organización Mundial de la Salud, el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Cruz Roja Internacional, el Papa, la Conferencia Episcopal Argentina y diversos organismos académicos y de derechos humanos de todo el mundo, reclamaran que se tomasen medidas concretas para evitar brotes en las cárceles y que se dispusieran medidas alternativas al encierro para los presos más vulnerables.
En esa línea, la Cámara Federal de Casación Penal dispuso una serie de recomendaciones para que se concedieran medidas alternativas al encierro fundamentalmente a personas en prisión preventiva por delitos no violentos y condenadas por delitos no violentos próximas a cumplir la pena impuesta. En la misma acordada pedía a los tribunales inferiores “meritar con extrema prudencia y carácter sumamente restrictivo la aplicabilidad de estas disposiciones en supuestos de delitos graves […]”. Esta acordada fue declarada inconstitucional por un juez de un tribunal oral. Lo mismo ocurrió con la acordada de la Cámara Nacional de Casación Penal, que fue declarada inconstitucional por un juez de primera instancia –en abstracto, sin caso– al resolver una acción de amparo presentada por una ONG con lazos con el macrismo.
Por su parte, la Cámara de Casación Penal de la Provincia de Buenos Aires, al resolver un hábeas corpus colectivo y correctivo, dispuso que se concediera el arresto domiciliario, a través de los juzgados y tribunales que los tuviesen a cargo, a los presos que fueran identificados como en situación de riesgo, siempre que se encontrasen condenados o imputados por delitos leves. Respecto de los condenados e imputados por delitos graves, entendió que cada situación debía ser analizada por parte del juzgado o tribunal que los tuviera a cargo, evaluando la necesidad u oportunidad de disponer una medida de arresto domiciliario (en cuyo caso debía resguardarse también la integridad psicofísica de la víctima), o bien asegurando el aislamiento sanitario dentro de la unidad penitenciaria donde se encontrase cada uno alojado. Cabe destacar que todo lo resuelto coincide con las instrucciones que el Procurador General de la Provincia de Buenos Aires, Julio Conte Grand –designado por María Eugenia Vidal, de quien fuera Secretario Legal y Técnico–, impartió a fiscales y defensores. Esta decisión de la Casación bonaerense fue revocada por la Suprema Corte provincial el martes 5 de mayo.
Entre el 17 de marzo y el 17 de abril de 2019, en la provincia de Buenos Aires hubo 1.713 liberados, por condena cumplida, libertad condicional y libertad asistida. En el mismo período, este año, hubo menos: 1.607. Lo que se incrementó fueron las prisiones domiciliarias como consecuencia de la pandemia, que pasaron de 50 en el mismo período del año pasado, a 599. En el ámbito federal, esta medida fue concedida solo a 320 de los 1.280 presos que integran la población de riesgo. Cabe aclarar que la prisión domiciliaria no es lo mismo que la liberación o la excarcelación, palabras que se han utilizado como sinónimos en estos días: se trata de un régimen vigilado de cumplimiento de la pena o de la prisión preventiva. Además, en la mayoría de los casos las prisiones domiciliarias que fueron concedidas tienen carácter temporal, por lo que luego de la pandemia los jueces deberán revisar, caso por caso, la modalidad en que se continuará con la ejecución de la pena o la prisión preventiva.
Es decir que los jueces autorizaron que cumplan sus penas o prisiones preventivas en sus casas al 1,2% del total de la población carcelaria de ambos sistemas penitenciarios, cuando en el mundo las medidas han sido mucho más drásticas: por ejemplo, Italia dispuso medidas alternativas para el 10% de su población carcelaria; Francia para el 14%, Portugal para el 17% e incluso en los Estados Unidos se liberaron centenares de presos en diversas jurisdicciones. Sin irnos tan lejos, el Presidente de Chile, Sebastián Piñera, promulgó un indulto conmutativo que benefició a 1.300 presos, de los cuales se excluyó únicamente a los responsables por delitos de lesa humanidad. Desde la declaración de la pandemia, Brasil ha liberado alrededor de 30.000 presos (y unos 1.300 se fugaron), a pesar de lo cual las protestas continúan: nuestro vecino país tiene una población carcelaria que supera los 800.000 presos y uno de los índices de prisionización más altos de la región.
En síntesis: se concedieron más libertades el año pasado, las prisiones domiciliarias otorgadas por el riesgo de COVID-19 están aún muy por debajo de las decretadas en diversos países del mundo y de lo aconsejado por la Organización Mundial de la Salud y, no menos importante, todas estas son medidas que disponen los jueces, no el poder ejecutivo.
En algunos casos, es cierto, se concedieron prisiones domiciliarias a responsables de delitos graves. Entre otros casos escandalosos, recibió este beneficio Carlos Capdevila, quien fuera el partero de la ESMA. La Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal, con las firmas de los jueces Mahiques y Yacobucci –y la disidencia de Alejandro Slokar– le concedió la prisión domiciliaria a Marcelo Cinto Courtaux, ex oficial de Inteligencia del Ejército, prófugo hasta 2017 e imputado por privación ilegal de la libertad agravada, tormentos, homicidios y abusos sexuales. Estos jueces ponderaron el tabaquismo del imputado, pero no así el hecho de que se encuentra alojado en un pabellón para adultos mayores, subpoblado y con servicio de enfermería y guardia médica permanente.
Estas decisiones deberán ser revisadas por los tribunales superiores y, eventualmente, los jueces tendrán que dar explicaciones por ellas. En particular deberían explicar por qué no aplicaron la Ley de Derechos y Garantías de las Personas Víctimas de Delitos, que establece que durante la ejecución de la pena y antes de la concesión de la prisión domiciliaria, la víctima tiene derecho a ser informada y a expresar su opinión.
La posverdad. Hasta aquí los datos de la realidad y los argumentos. Sin embargo, en tiempos de posverdad, otros son los insumos con los que se construyen los relatos: la pertenencia identitaria, las emociones, el rechazo a supuestos privilegios, la desconfianza hacia el saber de los expertos y los más arraigados prejuicios y creencias personales. Mientras que una mentira podía ser refutada, ello no es posible con las fake news: se trata de narrativas frente a las cuales no hay desmentida posible, solo cabe oponerles otro relato. La razón, los argumentos y los hechos son insuficientes para abordar con eficacia la esfera pública en los tiempos que corren: para una buena parte de la población, la que más participa en las redes sociales y genera sentido, el gobierno dispuso la liberación masiva de presos, y esto no hay argumento que pueda refutarlo. ¿Podría esto haberse evitado?
Gobernar es hacer y decir con los hechos. Sí, pero no con explicaciones previas ni mucho menos posteriores a los hechos, sino con acciones que hablaran por sí mismas, que brindaran un relato frente al cual no fuera posible instalar eficazmente otro. Sin ceder un ápice del propio deber ni de las propias convicciones, cada funcionario debe tener no solo la solvencia técnica necesaria para el ejercicio de su cargo sino también la capacidad de establecer una narrativa, pero no sobre sus acciones, sino con ellas.
Quienes estudiamos las cuestiones de política criminal y penitenciaria y hemos trabajado en ellas, recordamos cómo fue abordada en el mundo la cuestión del riesgo sanitario en las cárceles cuando ocurrieron los brotes de síndrome respiratorio agudo grave, causado por otro coronavirus, y de gripe A, y también cuando a principios de los noventa tuvimos en nuestro país un rebrote de cólera. La situación actual, sabemos, es mucho más grave: estamos frente a una pandemia. Hace dos meses hubo protestas en varias cárceles italianas, con fugas, heridos y muertos. Era previsible que esto se replicaría en nuestro país, con cárceles que tienen una sobrepoblación récord heredada del gobierno anterior (110% en la provincia de Buenos Aires, que pasó de 34.956 presos a fines de 2015 a 49.452 al final de la gestión de María Eugenia Vidal).
Frente a este cuadro, se imponía alertar a la población que la proliferación de COVID-19 en las cárceles conlleva indefectiblemente al colapso del sistema sanitario. Tal vez así aquellos que no entienden o no aceptan que la Constitución Nacional establece que “las cárceles de la Nación serán sanas y limpias”, o que creen que los derechos humanos son una ideología, comprendieran la necesidad de disminuir la población carcelaria al menos por razones egoístas: para que la cama o el respirador que necesitarán algún día no lo haya ocupado antes un preso.
A partir de estas premisas, hubiera sido oportuno convocar a las autoridades de los máximos tribunales penales, de los superiores tribunales de las provincias y a la Corte Suprema de Justicia de la Nación, para definir, con la participación de representantes del Congreso y de organizaciones civiles, un protocolo único y preciso para la concesión de prisiones domiciliarias en este contexto excepcional, que previera además la posibilidad de aislar a los condenados por delitos graves dentro de las propias unidades carcelarias o en otras estructuras edilicias dependientes de las fuerzas de seguridad y de las fuerzas armadas.
No creo equivocarme al afirmar que este abordaje hubiera evitado la instalación de la narrativa que finalmente se impuso. En cambio, lo que ocurrió fue que una previsible y evitable protesta en el penal de Devoto, el 24 de abril pasado, contribuyó a instalar en la opinión pública que se concedían libertades a pedido de los presos, y que las autoridades negociaban con ellos como si fueran sus rehenes. Además, las gestiones realizadas por un funcionario para obtener la prisión domiciliaria de algunos presos en particular fueron el insumo ideal para el relato que se pretendía imponer: “aquí no hay una cuestión de salud pública sino la búsqueda de la impunidad”. Y el hecho de que una de las pocas voces que se escucharon alertando sobre los riesgos de la pandemia en el ámbito carcelario fuera la de un jurista sindicado por la prensa canalla como “sacapresos”, terminó de blindar los prejuicios de quienes el jueves y el domingo por la noche hicieron sonar sus cacerolas.
Todos quienes tenemos vocación por lo público tenemos el deber ético de elevar la calidad del debate, y por ello no podemos renunciar a la razón, a los hechos y a los argumentos. Pero quienes gobiernan no solo deben esforzarse en persuadir a la opinión pública con argumentos que, por otra parte, escucharán fundamentalmente sus seguidores o los ya convencidos, sino que deben ofrecer un relato más contundente que aquel que sus adversarios pretenderán imponer, anticipándose a ellos, para llegar a la mayor cantidad de gente posible. Cómo construir ese relato es algo que debe saber hacer cada funcionario en su área, pero, desde luego, para ello debe tener la solvencia técnica y la capacidad política suficiente para enfrentar los problemas propios de su competencia.